TODA LA VIDA POR DELANTE

Certificaron mi muerte a las 16:45 en medio de un revuelo en plena calle principal de mi pueblo. Entre la estatua del señor Rodolfo Lupo de Urguía y el aparcamiento de patinetes recién inaugurado. El frenazo debió sonar kms a la rotonda, porque en menos de un minuto se agolparon gran parte de los habitantes del pueblo. El señor Mariano, la jovencita de la familia García cuyo nombre nunca me aprendí, el carnicero de la calle República Argentina… Debía tener una pinta horrible, pues cada vez que llegaba alguien alzaba un grito y se tapaba los ojos sollozando. Lo sé porque durante unos minutos fui consciente de todo lo que sucedía a mi alrededor, y fue tal la congoja que me iban generando, que creo que morí de susto más que del aplastamiento mismo de todo mi ser.
La señora Amalia salió corriendo de su negocio con la caja llena de artículos seleccionados, que segundos antes nos disponíamos a colocar en el escaparate. Fue la búsqueda del martillo del señor Paco, el cerrajero el que me hizo atravesar media calle para poder clavar el pie de la maniquí. La muerte que a veces te pilla haciendo cosas de lo más mundanas.
No pudo resistir la pobrecita el impacto de verme, y dejó caer todo su peso muerto sobre las rodillas, y con ella toda la caja que se esparció alrededor mío. Morí entre sostenes y bragas de cuello alto. Un esperpento que no desaprovecharon los más jovencitos del pueblo para grabar sin ningún disimulo, y que vete tú a saber en qué red social acabó después.
La señora Amalia ha estado presente en mi familia desde que yo tenía uso de razón. Una mujer con una belleza y una sensibilidad especial, empeñada toda la vida en ocultarla detrás de esos vestidos formales y rectos, y su moño de veinte mil horquillas que debían traspasarle la sien y que solo desprendía en los poquitos momentos en los que se relajaba, como si su encorsetamiento se fuera diluyendo con cada mechón de pelo que soltaba y esto le permitiera expirar todo el aire que tenía contenido.
"Una estatua debían hacerle a esa mujer y no al mentecato ese que tienen ahí en medio del pueblo", repetía mi madre cada vez que llegaba de la tienda. Mira tú por donde en la ironía de la vida fui a morir a sus pies.
Conseguir que los empleados hablaran bien de la jefa aún después de jornadas maratonianas era algo que la señora señora Amalia siempre había conseguido con el esmero que ponía en cuidar no solo a sus dependientas, entre las que se encontraba mi madre, sino a las familias de las mismas. Así que me crié en esa libertad de entrar en la trastienda como Pedro por su casa, y revolver todo sin poner ningún reparo, sin ningún reproche. Era mi pequeño paraíso terrenal. A veces me regalaba aquel conjuntito del que me había quedado prendada.
- "Pero Señora Amalia, si aún no tengo tetas para ponerme eso."
- "Ya te crecerán, hija, ya te crecerán."
Pero mis tetas nunca crecieron y jamás llegué a alcanzar la talla 90 de esos soñados sostenes. Mi madre los remetía con sus altas dotes de costurera y los entallaba de tal forma que parecían hechos a medida para mí.
El negocio de ropa interior había dado de comer a varias familias del pueblo ante la incredulidad de los negocios aledaños. Aún recuerdo las colas en la puerta en épocas festivas. La exclusividad de los modelos y el bordado a mano de sus prendas se había extendido más allá del pueblo, y venía gente incluso de otras comunidades a comprarlos.
Recuerdo a mi madre bordando a altas horas de la noche apurada porque no llegaban a la fecha de entrega de los encargos. A veces me tomaba de modelo a pesar de mi escualidez transportándome casi de inmediato a una edad más mayor, por la que hubiera pagado en ese momento. "Un día tendré a alguien para quien ponerme todas estas cosas." La señora Amalia me decía que eso no era necesario, que bastaba con que yo me mirara al espejo y estuviera contenta con lo veía.
Nunca supo adaptarse a la decadencia del negocio. Sibilinamente fueron desapareciendo las largas colas en la puerta, y los pedidos que antes había que rechazar apenas podían contarse ya con las manos. No fue de la noche a la mañana. Progresivamente dejaron de venir, primero los turistas de fuera, que por ser desconocidos apenas se les echaba de menos. Luego los de los pueblos aledaños y más adelante los nombres propios. "Hace tiempo que no veo a la señora Zanita". Y así día tras días se sumaban a la lista nuevos desertores que eludían su vergüenza cruzando por la calle de enfrente.
Las rutinas se fueron amoldando tan lentamente que apenas se dieron cuenta de que llevaban meses echando el cierre una hora antes, y que pasaban más tiempo mirándose las caras y hablando entre ellas que vendiendo. Algo que la señora Amalia mantuvo estirando los ahorros de los años de gloria. Se pasaban horas especulando entre las dependientas. " Es el internet ese que lo ha jodido todo", " La gente ya no da importancia a la calidad de la ropa." En un intento de romper el bucle y consumir las horas, Amalia les animaba a probarse todo el género que había quedado en la trastienda. Así fue como una de esas tardes en la desnudez del juego descubrieron el bulto en el pecho de mi madre.
Con la excusa de la baja, una tarde al echar el cierre, mi madre le entregó las llaves de la tienda a la Señora Amalia, y así fue como terminó su contrato de empleada, que no de su relación. Mi madre no le dio la oportunidad de echarla, le ahorró ese sufrimiento y el sueldo que hacía tiempo no podía permitirse. Así que yo traté de compensar esa ausencia con mis ideas para modernizar el negocio y volver a revivir el éxito conseguido. "Hay que poner una tienda online y sacar todo el género tan maravilloso que hay ahí dentro, es el futuro." Amalia se reía de mis ocurrencias no sin antes escucharlas con detenimiento.
No sé en qué momento ni cómo hizo el cálculo matemático para acabar concluyendo que los años que le quedaban de vida no merecían el esfuerzo de ningún cambio. Y la inmovilidad se fue instaurando en Amalia, como si las horquillas del moño se hubieran ido extendido por todo su cuerpo. Un mantra se alojó en su mente y lo mismo le valía para justificar la inacción ante los desconchones de las paredes que comenzaban a llenar de cal toda la tienda, como cualquier mínimo transformación que se le presentara en su vida.
"Esas cosas ya no son para mí, hija. Eso es para personas que como tú tenéis toda la vida por delante." Y esa fue la respuesta eterna que obtuve a cada propuesta. Nunca supe cómo despertarla de su eterno letargo.
El día que tuve el accidente lo vi en sus ojos. Su mantra atravesándole las sienes y el alma más que a mí la rueda de esa furgoneta. Y vio mi vida más detrás que delante. Y la comparó con la suya, que por poco que fuera era ahora eternamente más que la mía. Y se sintió culpable, robándome un tiempo que siempre supuso mío y no suyo. Y quiso dármelo agarrándome la mano lo más fuerte que pudo, como si aquello fuera una transfusión de sangre.
Y antes de perder la conciencia la vi entre lágrimas quitándose las horquillas una a una liberando esa gran melena morena que embellecía aún más su rostro. Esa fue mi enseñanza a la gran señora Amalia.
La estatua del señor Rodolfo Lupo de Urgía apareció a la mañana siguiente con un conjunto rosa de bragas y sujetador que algún gracioso colocó entre los esparcidos por el suelo. Fue el mejor homenaje que pudieron hacernos a mí y a mi madre.